Cates de verano

Todos los años por estas fechas me viene a la memoria el verano de 1983. A punto de cumplir los 15 años, había terminado 1º de BUP. O más bien estaba empezándolo en aquellos días, ya que salvo la Historia, la Gimnasia y la Etica había suspendido todo lo demás. En Conocimiento de AC/DC obtenía Matrícula de Honor y en Cultura sobre Heavy Metal me peleaba por superar el Sobresaliente, pero inexplicablemente no aparecían en el boletín de notas.

Tras el consejo de guerra que se produjo en casa cuando llegué con el cerro de suspensos, los generales paternos decidieron aplicarme el corralito libertario, lo que supuso que durante dos meses casi no viera la luz del sol. Polinomios, límites, el Binomio de Newton, ecuaciones, trigonometría, combinatoria, gigantescos párrafos para analizar sintáctica, morfológica y semánticamente, las familias de los insectos, geología mezclada con el past perfect y de fondo la odiosa historia del gregoriano y la evolución de la música barroca. Horas y más horas encerrado metiendo en la cabeza contenidos para regurgitar en el temido septiembre. Preocupado por el concierto de Ten Years After y Obús y la forma de escaparme para ver mi primera actuación en directo de unos peludos perdidos en Aranda de Duero, un pueblo en el que jamás había habido otra cosa que gigantes y cabezudos.

No teníamos Internet. Ni ordenadores. Si queríamos jugar al Invaders teníamos que buscar un bar que tuviera «maquinitas». Lo nuestro eran los flippers, el futbolín y el billar. Las tardes en las que se podía salir escapando de la vigilancia de los generales nos sentábamos en un banco con unas pipas, un litro de cerveza y unos Fortunas de a duro la unidad (aunque los Ducados de a dos el duro también triunfaban). Escribíamos canciones que nunca serían interpretadas. Discutíamos sobre lo que no nos convencía de «La noche en que mataron a Calvo Sotelo» de Ian Gibson, ilusionados por haber conseguido un autógrafo suyo un día que le vimos perdido buscando el mítico restaurante El Corrales y tres adolescentes le acompañamos a cambio de una firma suya. Perdía el tiempo con «El Pincho», una novela de Arnaud de Borchgrave y Robert Moss que me habían regalado antes de que se supiera mi debacle estudiantil y que escondida entre los cientos de folios suponía mis momentos de descanso del «coñazo de estudiar».

Aquel verano pasó volando y mágicamente en septiembre conseguí aprobarlo todo. O casi todo. Siempre me gustó llevar una colgando del curso anterior. Te hacía más «chachi» en la manada. En cualquier caso, aunque hubiera querido, el profe dictaba sus normas. Y en aquel curso la decisión fue que mi pelea con las subordinadas y los objetos indirectos requeriría un año extra de trabajo para sacarla.

Todos estos recuerdos se agolpan en mi memoria cuando leo los resultados de la prueba de nivel de 3º de la ESO de Madrid, publicados ayer. No sé muy bien la razón. Han pasado tantos años y el mundo ha cambiado tanto que posiblemente no tenga derecho a enjuiciar a los chavales que hoy tienen 15 años. Tal vez porque al observar los exámenes que los alumnos han hecho, esas preguntas simples falladas de forma mayoritaria, uno tiende a sentirse mejor recordando el pasado. Mirando hacia atrás al menos puede ser consciente de que el zoquetismo es común a todas las épocas. Incluso aquellos profes nefastos que me martirizaron en BUP continúan hoy su labor.

Solamente es necesario ver la quinta pregunta de la prueba de literatura: «¿Por qué crees que dice el protagonista “pero en mi corazón ya había anidado el dasasosiego”?». Una errata, ¿tan sólo? Una más que nos puede indicar hacia dónde vamos. Los chavales no son capaces de destacar en matemáticas y son mediocres en lengua. Bien, yo tampoco era un estudiante modelo. Y como yo, muchos otros. De forma que los temarios se ajustaron. Se recortaron. Se minimizaron. Tal vez sea eso lo que hay que volver a hacer. Y es que si sólo un 20 % de los estudiantes de 6º de Primaria sabe para qué sirve un termómetro, lo mejor será que dejemos de usar termómetros, ¿no?

Algunos hablan de la Generación Einstein. Un concepto fantástico para vender libros. Seguro que esa obra es mucho más entretenida que Generación X, que a fin de cuentas sólo retrataba a una parte de los que nacimos a finales de los sesenta y comienzos de los setenta. Y como todo el mundo sabe Einstein fue un mal estudiante, pésimo en matemáticas y horrible en letras. Así que ya vale de preocuparnos. Esos datos de nuestros chavales comparados con nuestros recuerdos de adolescencia lejana son sólo «relativos»…

¿Avanzamos?

La Formación Continua era hace unos años una entelequia. Algunos privilegiados de grandes empresas recibían cursos que suponían un paréntesis en el día a día, una forma de actualizar conocimientos y una buena forma de conseguir reunirse con otros compañeros fuera del entorno laboral. Pero lo habitual es que en la mayoría de las empresas la formación fuera un lujo ajeno a las posibilidades del empleado.

Por otro lado, cuando tras terminar los estudios y comenzar la carrera profesional alguien decidía continuar su formación había de hacerlo a través de aquellos Masters arcanos que comenzaban a aparecer en Escuelas de siglas impronunciables a comienzos de los noventa.

Pero eso cambió. De la parte que todos los empleados pagamos al Estado se generó una partida económica dedicada a la formación continua. Primero FORCEM, después la Fundación Tripartita y finalmente planes que se superponen sin fin empujaron a la formación a convertirse en uno de los focos clave de las organizaciones.

De manera paralela empezamos a trabajar en eLearning. La promesa de abaratamiento de costes atrajo a más empresas y a la administración. Ya era posible formar a los empleados con presupuestos mucho más ajustados. Se desarrollaron plataformas de teleformación, se hicieron congresos, se crearon asociaciones y sobre todo el dinero empezó a fluir. Y con él los alumnos. Decenas, cientos de ellos que poco a poco se sumaban a infinidad de cursos de cualquier temática. La máquina funcionaba y sigue funcionando… ¿seguro?

Tras nueve años creando cursos y participando como profesor on line en decenas de ellos sigo viendo el mismo problema. No funcionan. Pero nadie se atreve a decirlo. A denunciarlo. A poner freno a esta carrera hacia ningún lado. Y es que tirar piedras contra nuestro tejado es algo muy peligroso. Más vale no tocarlo.

¿Cuál es el porcentaje de alumnos participantes realmente activos en un curso on line? Me atrevo a decir que no supera el 10 %. Siendo muy generoso. La interacción en los campus virtuales es mínima. Los debates, impulsores del aprendizaje, brillan por su ausencia en la mayoría de las ocasiones o son protagonizados por un número muy pequeño de alumnos que pueden generar la sensación de mucha actividad, cuando realmente son siempre los mismos los que generan esa interacción. Incluso creamos y creemos en la teoría del lurkismo para justificar esas actitudes. A fin de cuentas un porcentaje suficiente elevado realizan los cuestionarios de autoevaluación de forma «satisfactoria» para poder justificar la subvención recibida y solicitar la siguiente.

Mientras tanto los planes de formación continua subvencionada continúan adelante. Cursos gratuitos para empleados, para parados, para autónomos, para empresarios, para niños, para adolescentes y hasta para mascotas. El caso es no dejar de echar gasolina a un motor que por ahora carbura bien.

¿Es positivo que la formación continua sea gratuita? ¿Debemos plantearnos la formación como un producto «comoditizado» al coste que sea? Lo gratis se ha convertido en la piedra angular de nuestro sistema. «Para qué voy a pagar por ello si ya está gratis en Internet» es la respuesta habitual. De forma que el pago individual se sustituye por el pago comunitario, el que realizamos todos a través de nuestros impuestos para que algunos se vanaglorien de tener unos empleados cada vez mejor formados más acursillados.

eLearning y formación continua son dos patas de una mesa que necesita de otras dos para que funcione. La primera es la calidad de los contenidos y de los formadores que participan en las acciones formativas. La metodología de aprendizaje y la incorporación de todo tipo de recursos on line. Pero la segunda, la que hará que la mesa no se caiga una y otra vez y de la que nunca se habla claramente, es el compromiso del alumno que se matricula en un curso. Ese compromiso ha bajado a niveles alarmantes. Y la gratuidad permanente, la subvención ciega, sólo nos puede llevar al desastre (Aunque siempre podemos hacer un curso para aprender como generar motivación en nuestros alumnos on line, por supuesto…)

Yo hago aquello por lo que me pagan

Ayer tuve la ocasión de participar en un Congreso en Alcalá de Henares en el cual se dieron cita más de 150 profesores universitarios españoles que trabajan en los Estados Unidos. Presenté una comunicación sobre la utilización de las Redes Sociales como complemento a la docencia y de forma específica realicé una comparación entre las posibilidades que ofrece Facebook frente a nuestro Tuenti patrio.

La comunicación resultó muy agradable y tuvimos ocasión de charlar durante mucho más tiempo del que estaba previsto sobre la incorporación de la tecnología y las herramientas de la web social a la docencia universitaria. Lo único que me apenó fue la poquísima asistencia. La achaqué a que al mismo tiempo se celebraban otras sesiones y que la ubicuidad es absolutamente imposible, al menos en el mundo fuera de la Red.

Por la noche el congreso se clausuraba con un cena en la que tuvimos ocasión de charlar sobre mil cosas y, por supuesto, sobre educación.

«Yo jamás contesto un mail de un alumno. Si quieren algo que lo planteen en clase» fue una de las perlas con las que comenzó una discusión en la que dos universos paralelos nos enfrentamos durante casi tres horas. «A mi me pagan por enseñar, no por perder el tiempo con la tecnología». «Ya lo que faltaba es que tuviera que empezar a aprender a usar maquinitas para relacionarme con los alumnos». «Todo eso de los ordenadores sólo sirve para perder el tiempo y yo no tengo tiempo que perder»…

Podría seguir glosando algunas de las preclaras frases que se escucharon en la mesa, pero creo que no tendría sentido. Por fortuna también había algunos profesores que considerábamos aquellos comentarios como muestra de analfabetismo, algo imperdonable en un docente universitario. «Yo tengo ya el Tenure (equivalente a la plaza en propiedad) así que se dediquen a eso los que vengan detrás, que seguro que no tienen otra cosa que hacer». Es decir, yo hago lo que quiero, y o me lo pagan o no digo ni buenos días.

Alguno podría pensar que fue tan sólo un reflejo de la cortedad de miras de un puñado de profesores que viven aislados en su mundo rosa, a los cuales más pronto que tarde les llegará la jubilación. Pero esa forma de ver las cosas, de encarar la docencia, es mucho más habitual de lo que pensamos. ¿Cuántos docentes publicamos un blog, usamos Twitter o participamos en la Web Social activamente? Pocos, muy pocos. Tan pocos que incluso creamos premios y rankings. Pero la realidad es otra. La mayoría de los profesores siguen siendo completos analfabetos digitales. Usando un ábaco frente a sus alumnos que hace años tienen implantado un chip en sus cerebros. Se ocultan a veces, pero siempre hay un momento para decirlo alto y claro: «Yo de eso no tengo ni idea y no me pagan por ello».

Hablamos de Escuela 2.0, de regalar máquinas y ennredar los centros educativos. Pero para que se produzcan los cambios ansiados habrá que esperar y mucho. Mis compañeros de mesa eran norteamericanos de adopción, mal ejemplo de lo que pasa en el tan alabado sistemas educativo de Estados Unidos. Si ese pequeño grupo pensaba así, ¿alguien imagina que en nuestro país las cosas cambian radicalmente?

Tendremos que prepararnos para que pase tiempo. Para que un profesor no se vanaglorie delante de sus propios compañeros de ser un zoquete ilustrado. Pero la espera, mientras ese día llega, va a ser dura, muy dura…