Libertad, expresión y educación
Estoy orgulloso de mis padres. Desde muy pequeño se obsesionaron por conseguir que sus cuatro hijos tuvieran la mejor educación posible. Eso significaba pelearse con nosotros para que estudiáramos, para que leyéramos, para que tuviéramos conciencia crítica. Mi propio padre se negó durante mucho tiempo a que entrara un vídeo en casa ya que consideraba que eso significaría terminar con las largas conversaciones sobre cualquier cosa y a cualquier hora. Nunca hubo en mi casa un sólo tema prohibido o tabú. Y la máxima con la que siempre me crié es la de disfrutar con la discusión, defender mis ideas y respetar las ideas contrarias, aunque no las compartiera.
Tuve la suerte de descubrir y comenzar a usar Internet en épocas muy tempranas. Aquella mágica ventana que se abrió para mí en el 95´me permitía multiplicar mis anhelos de comunicación. Podía discutir de forma bizantina con decenas de personas de todo el mundo y mi adicción a Grupos de News, Listas de Correos y Foros creció hasta el punto de que el día que la web avanzó hacia una nueva versión, incluso sin ser conscientes de ello, con la aparición de los blogs y otras formas de participación, fui feliz.
Volví a la Universidad después de unos años fuera de ella. Después de dedicarme a la consultoría me di cuenta de que lo único que me hace sentir bien es la conversación permanente, el placer de compartir pareceres, de discutir. La Universidad siempre ha sido para mí eso. E incorporé Internet a mi discurso off line, no podía ser de otra manera. Empujando, animando, pidiendo a mis alumnos que no pararan de indagar y participar en cualquier debate on line que vieran de interés. Con vehemencia, con pasión.
Y hoy, en medio de una Tesis Doctoral que aboga por la conversación empresarial con los clientes y el entorno, empiezo a sentir la cara negativa de la moneda digital. No en el caso de las corporaciones, no todavía, al menos. Sino en esos foros, espacios de discusión y blogs que cada vez más rapidamente se llenan de insultos, de gritos, de amenazas, de faltas de respeto ante los que piensan de forma diferente.
Por supuesto el aumento del número de usuarios de Internet tiene mucho que ver con ello. La Netiquette, aquel concepto tan caduco como la cantinela de «eso es una falta de educación», tantas veces oído, parece haber desaparecido, sustituido por el «soy libre de decir lo que quiero y como quiero, y tú, fascista, no eres quién para decirme lo contrario».
Fascista. Palabra que aterra simplemente con oírla. Usada simplemente para callar al contrario, como un puñetazo virtual o dialéctico, como un mantra legitimador. E insultos. Rojos, Fascistas, mezclados en un debate absurdo, sin respeto y sin otro fundamento que mostrar el «soy libre y digo lo que me da la gana».
En la Universidad se acalla a los políticos. Los políticos, a su vez, acallan a los periodistas lanzando su mensaje y sin aceptar críticas. En la calle la dicotomía entre unos y otros se dirime con insultos tendentes al mamporrerismo más atroz. Y en los foros y los blogs… los que pensamos en la belleza de la palabra, enrojecemos ante la vulgaridad del discurso.
Da igual que se trate de una discusión sobre si algunos los moteros no se comportan bien sobre el asfalto o sobre los descerebrados que deciden tomar las calles para denigrar al contrario. Es lo de menos si la discusión se produce en Meneame o en un foro de una cadena de televisión. El objetivo es gritar, vejar, ser el chulo, el matón de la clase, hoy virtualizada pero no por ello menos real.
Hemos conseguido que buena parte de nuestra sociedad use Internet para comunicarse. Y hemos logrado que se abran nuevas formas de intercambiar opiniones, de forma rápida y ubicua, aunque yo no dejo de pensar que nos ha faltado algo. La formación para evitar que un nuevo tipo de macarra tabernero se adueñe del discurso, pegue patadas en la boca ajena y se convierta en el estereotipo a seguir.